El filósofo reflexionó para sí que si un hombre rico no podía
decirle con claridad el sentido de la vida, entonces le preguntaría a un pobre
para que lo ayudara a comprender. Buscó por las calles y encontró a un hombre
muy pobre que luchaba todos los días para alimentar a su numerosa familia. Se
acercó a él y lo interrogó: “Amigo, ¿qué significa la vida para usted?” La
respuesta que recibió fue: “No tengo tiempo, debo trabajar, tengo una familia
que alimentar”. El filósofo insistió: “Solo tomará un par de minutos de su
tiempo, y me gustaría saber lo que usted piensa sobre el sentido de la vida”.
Con un gesto de fastidio, y luego de resignación el hombre pobre respondió: “No
lo sé… supongo que amasar fortunas, crear negocios prósperos, tener tiempo libre
para responder preguntas que nunca me había planteado, tener fama… – y
murmurando entre suspiros terminó – ser feliz…” – “Y ¿es usted feliz?” –
preguntó el filósofo, aunque había notado el mismo vacío que en los ojos del
hombre rico. El hombre pobre salió como de un sueño: “Ya le dije que no tengo
tiempo, debo sobrevivir como puedo; pero algún día tendré suficiente como para
que volvamos a conversar”. Y siguió su camino con paso más apresurado.
Chasqueado por las respuestas, el filósofo comenzó a preguntar
a cuantos pudo: Un joven universitario respondió que tener un título, trabajar y
hacerse rico, era todo el sentido de la vida que necesitaba. Un ama de casa le
dijo que esa pregunta era ociosa, y que ella tenía más de qué ocuparse con
tantos quehaceres en su hogar. De alguna manera, todos cuantos eran preguntados
estaban muy ocupados y nunca se habían planteado pensar sobre el sentido de la
vida. Incluso hubo alguno que aseguró el sin sentido de la vida con una
elaborada proposición dialéctica. Y algún otro, con la impostura de un aire
místico, aseguró que el sentido de la vida era unirse al ser impersonal del
universo, en una nebulosa sentimental de vacío.
Cansado e insatisfecho por todas aquellas respuestas, el
filósofo se sentó en la banca de un parque. Por un momento pensó que era inútil
seguir con la faena. “Amar” – le dijo un hombre anciano vestido de blanco que
estaba en la banca donde se había sentado y alimentaba unas avecillas con un
trozo de pan. – “El verdadero sentido de la vida está en amar. Es eso lo que has
andado preguntando ¿cierto?” Debido a su decepción el filósofo no había notado
la presencia de este anciano, y un poco desorientado preguntó: “¿Amar? ¿Cómo
puede ser ese el sentido de la vida?”
“Muy sencillo” – respondió el anciano. – “Cuando amas
un sueño, cuando amas lo que haces, cuando amas a tu pareja, a tus hijos, y a la
vida misma, entonces puedes enfrentar los capítulos amargos que sin duda
vendrán. Es que amar es un principio y un verbo. Requiere decisión, la decisión
de ser verdaderamente libres y responsables de nuestra propia y singular
existencia. Yo descubrí esto tarde en mi vida. Cuando era joven buscaba títulos,
fortuna y fama, y lo conseguí solo para darme cuenta de que no era realmente
feliz. Así que seguí amasando fortuna, frecuentando chicas hermosas, dándome
mucho tiempo libre para no caer en la rutina; pero seguía sin ser feliz. Pasaron
los años y un día mis médicos me dijeron que me daban solo seis meses de vida.
Mi mundo se derrumbó. Durante una semana no supe qué hacer. Seis meses son tan
poco. Entonces me pregunté: ¿Qué es lo que realmente he querido hacer de mi
vida? ¿Amo lo que hago? Desde entonces han pasado treinta años. Ahora tengo
ochenta y mantengo aún la ilusión de saber que cada día es una nueva oportunidad
para vivir de verdad”.
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