Juan Gelman me contó que una señora se había batido a paraguazos, en una avenida de París, contra toda una brigada de obreros municipales. Los obreros estaban cazando palomas cuando ella emergió de un increíble Ford a bigotes, un coche de museo, de aquellos que arrancaban a manivela; y blandiendo su paraguas, se lanzó al ataque.
A mandobles se abrió paso, y su paraguas justiciero rompió las redes donde las palomas habían sido atrapadas. Entonces, mientras las palomas huían en blanco alboroto, la señora la emprendió a paraguazos contra los obreros.
Los obreros no atinaron más que a protegerse, como pudieron, con los brazos, y balbuceaban protestas que ella no oía: más respeto, señora, haga el favor, estamos trabajando, son órdenes superiores, señora, por qué no le pega al alcalde, cálmese, señora, qué bicho la picó, se ha vuelto loca esta mujer…
Los obreros no atinaron más que a protegerse, como pudieron, con los brazos, y balbuceaban protestas que ella no oía: más respeto, señora, haga el favor, estamos trabajando, son órdenes superiores, señora, por qué no le pega al alcalde, cálmese, señora, qué bicho la picó, se ha vuelto loca esta mujer…
Cuando a la indignada señora se le cansó el brazo, y se apoyó en una pared para tomar aliento, los obreros exigieron una explicación.
Después de un largo silencio, ella dijo:
—Mi hijo murió.
Los obreros dijeron que lo lamentaban mucho, pero que ellos no tenían la culpa. También dijeron que esa mañana había mucho que hacer, usted comprenda…
—Mi hijo murió —repitió ella.
Y los obreros: que sí, que sí, pero que ellos se estaban ganando el pan, que hay millones de palomas sueltas por todo París, que las jodidas palomas son la ruina de esta ciudad…
—Cretinos —los fulminó la señora.
Y lejos de los obreros, lejos de todo, dijo:
—Mi hijo murió y se convirtió en paloma.
Los obreros callaron y estuvieron un largo rato pensando. Y por fin, señalando a las palomas que andaban por los cielos y los tejados y las aceras, propusieron:
—Señora: ¿por qué no se lleva a su hijo y nos deja trabajar en paz?
Ella se enderezó el sombrero negro:
—¡Ah, no! ¡Eso sí que no!
Miró a través de los obreros, como si fueran de vidrio, y muy serenamente dijo:
—Yo no sé cuál de las palomas es mi hijo. Y si supiera, tampoco me lo llevaría. Porque, ¿qué derecho tengo yo a separarlo de sus amigos?
El libro de los abrazos
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