mayo 20, 2012

La furia: el disfraz de la tristeza.

veces nos encontramos con alguien malhumorado que parece que nos ataca, ¿qué le pasa? ¿por qué me habla de esa manera si yo no le he hecho nada? Es más, !ni siquiera le conozco!
Trabajando en una tienda de eletrodomésticos un señor, que no había visto en mi vida, se me acercó con el ceño fruncido. Tenía con un cabreo monumental porque no encontraba una tarjeta de memoria para su cámara de fotos. Traía una de otra marca, que no le valía ( y que era carísima), y me echó una bronca, sin preguntar, como si yo fuera la responsable absoluta de poner los precios de las tarjetas y, poco menos, que de haberle destrozado la vida. Yo pensé !Dios, si le llego a dar un golpe con el coche, me mata! Los que trabajáis de cara al público seguro que me entendéis perfectamente.
Aristóteles decía: “Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno. Con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo”.
No creo que la tarjeta de memoria fuera el problema, entonces ¿cuál era?, ¿por qué este hombre estaba tan enfadado?

Os voy a contar el cuento la tristeza y la furia de Jorge Bucay para que lo entendamos un poco mejor:

“Había una vez... un estanque maravilloso.Era una laguna de agua cristalina y pura donde nadaban peces de todos los colores existentes y donde todas las tonalidades del verde se reflejaban permanentemente...Hasta ese estanque mágico y transparente se acercaron a bañarse haciéndose mutua compañía, la tristeza y la furia.Las dos se quitaron sus vestimentas y desnudas las dos entraron al estanque.La furia, apurada (como siempre esta la furia), urgida -sin saber por qué- se baño rápidamente y más rápidamente aún, salió del agua...Pero la furia es ciega, o por lo menos no distingue claramente la realidad, así que, desnuda y apurada, se puso, al salir, la primera ropa que encontró...Y sucedió que esa ropa no era la suya, sino la de la tristeza...Y así vestida de tristeza, la furia se fue.Muy calma, y muy serena, dispuesta como siempre a quedarse en el lugar donde está, la tristeza terminó su baño y sin ningún apuro (o mejor dicho, sin conciencia del paso del tiempo), con pereza y lentamente, salió del estanque.En la orilla se encontró con que su ropa ya no estaba.Como todos sabemos, si hay algo que a la tristeza no le gusta es quedar al desnudo, así que se puso la única ropa que había junto al estanque, la ropa de la furia.Cuentan que desde entonces, muchas veces uno se encuentra con la furia, ciega, cruel, terrible y enfadada, pero si nos damos el tiempo de mirar bien, encontramos que esta furia que vemos es sólo un disfraz, y que detrás del disfraz de la furia, en realidad... está escondida la tristeza.”
"Déjame que te cuente de Jorge Bucay".
Eso es lo que ocurre, hay personas que se deprimen y no hablan, se rinden a la tristeza y todos comprendemos lo les pasa. Sin embargo a los que se enfadan con su tristeza y atacan porque tienen miedo de ser atacados, nadie les entiende. Atacan y se les ataca y eso va haciendo cada vez más grande su tristeza y también su enfado. La gente les aisla y ellos se sienten cada vez más solos, más tristes y más enfadados.
Además y para hacerlo todo un poco más difícil, está el contagio de emociones. Si se te acerca alguien risueño te contagia su sonrisa, te trasmite su felicidad y te hace sentir bien. Pero si viene el señor de la tarjeta de memoria, con su monumental enfado, del asombro pasamos al enfado y nos dejamos contagiar de sus malas vibraciones. Y dos personas enfadadas es difícil que lleguen al entendimiento.
Entonces os preguntareis ¿qué hay que hacer?
Pues el primer paso ya lo hemos dado, hemos comprendido la postura del otro, hemos empatizado con él y no nos hemos dejado contagiar de su enfado. Es mucho más fácil ahora que sabemos por qué lo hace. Y, ahora tenemos que tratar de cambiar su estado de ánimo para que él tampoco esté enfadado.
Difícil ¿no?

Pues para ayudarnos vamos a ver como se comporta un maestro, bueno dos, Goleman escribiendo y el señor de la historia comportándose:
“... El mejor ejemplo que recuerdo de esta habilidad sutil en el arte de la influencia emocional me lo contó mi difunto amigo Terry Dobson quien, en la década de los cincuenta, fue uno de los primeros norteamericanos que viajó a Japón a estudiar aikido.
Una noche mi amigo volvía a casa en el metro de Tokio cuando entró en el vagón un enorme, belicoso, ebrio y sucio trabajador. El hombre, tambaleándose, comenzó a asustar a los pasajeros gritando todo tipo de improperios y empujó a una mujer que llevaba consigo un bebé, lanzándola hacia donde se encontraba una anciana pareja, que entonces se levantó de golpe y huyó precipitadamente al otro extremo del vagón. El borracho dio unos cuantos golpes más y. en su rabia, cogió la barra de metal que se hallaba en medio del vagón y, con un rugido, trató de arrancarla.
En aquel momento Terry, que se hallaba en plenas condiciones físicas debido a su entrenamiento diario de ocho horas de aíkido, se sintió llamado a intervenir antes de que alguien quedara seriamente dañado.
Entonces recordó las palabras de su maestro: «el aikido es el arte de la reconciliación y quien lo considere como una lucha romperá su conexión con el universo. En el mismo momento en que tratas de dominar a los demás estás derrotado. Nosotros estudiamos la forma de resolver los conflictos, no de iniciarlos».
Ciertamente, cuando Terry emprendió su aprendizaje se comprometió con su maestro a no iniciar nunca una pelea y a utilizar este arte marcial sólo como una forma de defensa. Ahora acababa de descubrir una oportunidad para poner a prueba su práctica del aikido en la vida real, en lo que era un caso claro de legítima defensa. Es por ello que, mientras los demás pasajeros permanecían paralizados en sus asientos, Terry se levantó lenta y deliberadamente.
Al verle, el borracho bramó:
—¡Ah, un extranjero! ¡Lo que tú necesitas es una lección sobre modales japoneses!— y se dispuso a lanzarse sobre Terry.
Pero cuando estaba a punto de hacerlo alguien gritó en voz muy alta y divertida:
—¡Eh!
El grito mostraba el tono jovial de alguien que había reconocido súbitamente a un querido amigo. El borracho, sorprendido, se dio la vuelta y vio a un diminuto japonés de unos setenta años ataviado con un kimono que permanecía sentado. El anciano sonrió con alegría al borracho y le saludó con un leve movimiento de la mano y un animoso:
—¡Venga aquí!
El borracho se acerco dando zancadas a él preguntando, con un agresivo:
—¿Y por qué diablos debería hablar contigo?
Mientras tanto, Terry estaba dispuesto a reducir al borracho apenas hiciera el menor movimiento violento.
—¿Qué has estado bebiendo? —preguntó el anciano con sus ojos chispeantes.
—He bebido sake y ése no es asunto tuyo —vociferó el borracho.
—¡Oh, muy bien, muy bien! —replicó el anciano— ¿Sabes? A mi también me gusta el sake. Cada noche, mi esposa y yo (ella tiene setenta y seis años) nos bebemos una botella pequeña de sake en el jardín, donde nos sentamos en un viejo banco de madera...
Y luego siguió hablando de un caqui que había en su jardín y de las excelencias de beber sake en mitad de la noche.
A medida que iba escuchando al anciano, el rostro del borracho comenzó a dulcificarse y sus puños se relajaron:
—Sí... a mí también me gusta el caqui... —dijo con la voz apagada.
—Sí —replicó el anciano enérgicamente—. Y estoy seguro de que tienes una esposa maravillosa.
—¡No! —respondió el obrero—. Mi esposa murió...
Y entonces, sollozando, se lanzó a contar el triste relato de la pérdida de su esposa, de su hogar y de su trabajo, y se mostró avergonzado de sí mismo.
Cuando el metro llegó a su parada y Terry estaba saliendo del vagón alcanzó a escuchar cómo el anciano invitaba al borracho a ir a su casa para contarle más detalladamente todo aquello y aún pudo vislumbrar cómo se arrellanaba en el asiento y apoyaba su cabeza en el regazo del anciano. ”
"El resplandor emocional: informe de un caso del libro inteligencia emocional de Daniel Goleman".
Vemos como la furia de este hombre tenía tras de sí una dramática historia, como casi siempre, lo que pasa es que no nos paramos a comprender. Simplemente nos dejamos contagiar.
Ahora volvamos con el señor que quería una tarjeta y me sigue mirando con cara avinagrada, le miro directamente a los ojos, que se dé cuenta de que estoy aquí, con él, dispuesta a escucharle atentamente. Y con voz amable le pregunto que de qué marca es su cámara, me lo dice y yo le explico que se ha equivocado de tarjeta y que la suya es de otra marca. Por primera vez su cara cambia, le he descolocado. Pero al momento vuelve a enfadarse. Sin dejarme terminar de explicarle, me interrumpe gritando que vaya mierda, que no tengo la marca que le hace falta y otros improperios que no es necesario que os cuente. Yo le escucho calmada, atenta y mirándole a los ojos, después de haberle oído que soy una absoluta incompetente. Me mira inquisidoramente a ver si le respondo, y yo muy calmada y muy amable otra vez, le explico que sí tenemos su marca y se la doy para que la vea.
Su actitud cambia otra vez, sorprendido la coge, se da cuenta de que es más grande que la que él había cogido, y supongo que se pone a deducir que es más cara, ante el estupor de los demás clientes que miraban atentamente la escena, el buen hombre se vuelve a enfadar y otra vez gritos respecto a lo carísima que es...
Yo sigo mirando callada y sin alterarme. Cuando se ha desahogado me vuelve a mirar y yo le digo amable y calmada que se equivoca, su tarjeta de memoria es mucho más barata. Ante mi sorpresa el hombre sonríe, me mira extrañado, acaba de darse cuenta de que le he estado manejando durante toda la conversación. Acaba de caer en la cuenta de que ha perdido, yo soy quien a ganado la batalla, porque no me ha afectado su enfado, ni sus insultos, no ha conseguido hacerme enfadar y sin embargo yo le he sacado una sonrisa.
Se despide amablemente y me da las gracias, los dos comprendimos lo que había ocurrido, los demás clientes me temo que no, por la cara de asombro que tenían.
He de reconocer que no era la primera vez que me enfrentaba a esta situación, eran muchos los enfados que me había agarrado hasta comprender que tenía que mirar más allá.

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